Por alguna razón los profetas suelen vivir al sur. No es una regla, pero se repite. Este, por ejemplo, vive en Bosa, al sur de Bogotá, donde la ciudad empieza a olvidarse de sí misma. Se llama Juan Bautista, como aquel otro, el del río Jordán, el primo de Jesús de Nazareth. Pero este Juan no grita en el desierto ni bautiza a nuevos creyentes. Este Juan Bautista trabaja entre el polvo y todos los días y bautiza saca del molde al mismísimo cristo.
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Juan Bautista tiene 57 años, el cuerpo corto y la paciencia larga. En otra vida fue mensajero. Durante años caminó la ciudad con sobres y paquetes en la espalda, mientras Bogotá crecía sin ton ni son. Trabajaba en Adpostal, la empresa estatal de correos, hasta que la liquidaron y lo jubilaron con una pensión modesta que no alcanza para lujos, pero sí para vivir sin pedir. Desde entonces se dedica a fabricar, junto a su familia, imágenes religiosas en yeso: cristos crucificados, vírgenes del Carmen, guadalupanas, niños milagrosos, santos para cada mal y para cada fe.
La fábrica es su casa: un edificio de dos pisos en cemento crudo, sin pintar, sin decorar, como si siempre estuviera a medio hacer. Es una casa como tantas, en una calle como muchas. Solo que adentro se multiplica el milagro. No el de la transubstanciación, ni el de la curación del ciego. Uno más modesto, pero no menos complejo: convertir polvo blanco en figuras que se venden a cinco mil pesos en las afueras de la iglesia del 20 de Julio o en las calles de Bojacá, ese pueblo donde la religión es un buen negocio y una mejor excusa.
La microempresa no tiene nombre, ni logo, ni registro en Cámara de Comercio. Juan dice que, si la formaliza, lo crucifica la DIAN. ¿Para qué? pregunta, con la lógica del que hace cuentas todos los días. Pagaría más en impuestos que lo que gana en un mes. Así que prefiere mantenerse invisible, como tantos otros en un país donde la economía informal sostiene la fe y el almuerzo.
Trabajan cinco personas, todos de la familia. Juan hace un poco de todo. Antes moldeaba, ahora coordina: prepara pedidos, cobra, entrega en el carro, organiza los tiempos, tapa huecos, responde el celular. Luz Cenaida, su esposa desde hace cuarenta años, es la pintora principal. Le da color al yeso con aerógrafo: la piel morena de los cristos, los vestidos celestes de las vírgenes, los mantos dorados de los santos. Su hija Adriana y su sobrina Yeraldin se encargan de los detalles: ojos, labios, coronas, cinturones. Tienen buen pulso. Decoran unas ochenta figuras al día. Lo hacen sin apuro, pero sin pausa. Concentradas. Casi en silencio.
En el primer piso, su hijo menor —también llamado Juan, como si la devoción viniera con nombre propio— trabaja en el moldeado. Mezcla el yeso, lo vierte en moldes de látex, espera veinte minutos, desmolda, acomoda. No hay hornos ni máquinas. El calor viene del sol que pega sobre el tejado de latas, donde se secan las figuras antes de pasar al siguiente paso: la pintura, el barniz, el ensamble. Todo se hace a mano. Como antes. Como si el tiempo no hubiera pasado.
El proceso tiene algo de ritual y mucho de oficio. Se parece más a una liturgia que a una cadena de producción. No hay jefes, ni relojes, ni metas mensuales. Pero hay fe. Y eso, en esta casa, es una forma de orden.
Las temporadas buenas son las de siempre: Semana Santa, julio —el mes de la Virgen del Carmen—, diciembre. En esos meses se triplican los pedidos. Se empieza a trabajar desde antes. Como quien siembra la cosecha del milagro. El resto del año se vende lo suficiente. Entre 300 y 500 figuritas por semana. A veces menos, a veces más. Depende del clima, de la economía, de cuántos fieles están dispuestos a invertir en su salvación.
Las figuras más pedidas son las de siempre: el Cristo en la cruz, el Divino Niño, el Sagrado Corazón, el Milagroso de Buga. A veces también piden ángeles, rosarios en relieve, cuadritos con santos. Se venden entre cinco mil y diez mil pesos, según el tamaño y el nivel de detalle. Es un negocio pequeño, pero estable. Lo empezó su hermana María Cenaida hace más de treinta años. Luego lo tomó Judith, otra hermana. Y en 2011, cuando Juan se jubiló, lo tomó él. No por vocación, sino por necesidad. Y después, quizás, por costumbre.
En otro tiempo fueron de los más grandes surtidores de figuras religiosas del barrio 20 de Julio. Hoy ya no. La competencia —como Dios— está en todas partes. En especial en Cúcuta, donde fábricas más grandes, con hornos y moldes industriales, producen cinco veces más a la mitad del costo. Esos productos inundan el mercado. Baratos, rápidos, impersonales. Pero aún quedan vendedores que prefieren lo hecho a mano, lo lento, lo familiar. Los que creen que el milagro está también en el trabajo, en la dedicación, en los detalles que una máquina no ve.
Juan lo sabe. No se queja. Dice que mientras haya fe, habrá figuras. Y mientras haya figuras, él y su familia tendrán algo que hacer, algo que vender, algo que pintar. Cree en eso como otros creen en la resurrección. A su manera, él también revive a Cristo. Cada día. Cada molde. Cada pincelada. Lo hace sin pretensiones, sin alardes. Como un carpintero. Como un padre. Como un obrero de la fe que, en lugar de pan, multiplica vírgenes. Y Cristo, claro, resucita en su taller. Una y otra vez.
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