En diciembre de 2018, el Ministro de Ambiente colombiano Ricardo Lozano recibió -en nombre de su gobierno- el premio internacional de ‘campeón de la fijación de precios al carbono’, por promover soluciones económicas innovadoras para frenar la crisis climática.
Ese día abundaron palabras de elogio a Colombia en la ciudad polaca de Katowice, donde avanzaba la conferencia anual de Naciones Unidas sobre cambio climático. Dirk Forrister, que en otra época fue asesor climático de Bill Clinton y hoy lidera la Asociación Internacional de Comercio de Emisiones (Ieta) que otorgaba el premio, celebró que “otro país más esté empleando mecanismos de mercado para avanzar en los objetivos del Acuerdo de París”, que se había firmado tres años atrás y que atisbaba —por fin y tras múltiples sonados fracasos— un nuevo consenso global sobre cómo resolver la crisis antes de que sea irreversible.
Su colega Margaret-Ann Splawn, directora de la Asociación de Mercados e Inversiones Climáticas (Cmia) y también mecenas del premio, enfatizó que el caso colombiano muestra cómo “la política pública está ayudando a impulsar avances tecnológicos, al incentivar la innovación y la inversión en proyectos de mitigación [del cambio climático] a costos bajos”.
Colombia recibió el premio por su búsqueda de esquemas financieros que reduzcan las emisiones de gases de efecto invernadero que liberamos a la atmósfera y que son el motor del cambio climático. Sobre todo les impresionó el innovador mecanismo que el Gobierno colombiano estrenó en 2017, con el que las empresas privadas que deben pagar un impuesto al carbono a los combustibles fósiles que consumen pueden, en vez de hacerlo, compensar sus emisiones apoyando proyectos que alientan la conservación.
Un pilar de esa estrategia son los proyectos Redd+, que enlazan a comunidades locales que están frenando la deforestación con empresas que quieren neutralizar su propia huella de carbono. Pocos proyectos simbolizan esa apuesta en Colombia —uno de los nueve países que albergan la Amazonía— como el de la Selva de Matavén, una zona boscosa en el sur del Vichada, al oriente de Colombia, y en los límites de la Amazonía, donde casi 13 mil indígenas están cuidando el hábitat donde viven y venden bonos de carbono.
Los datos, sin embargo, sugieren que Matavén —el más grande de los más de 80 proyectos Redd+ listados en el registro de proyectos de mitigación del Gobierno colombiano— podría estar prometiendo un ahorro de deforestación mucho mayor al que realmente ha sido capaz de garantizar. Así emerge del análisis de documentos oficiales y de proyecto, y de una docena de entrevistas y consultas con científicos, funcionarios públicos, consultores, académicos, diplomáticos y especialistas en temas indígenas, algunos de los cuales pidieron omitir sus nombres para hablar con franqueza sobre un tema considerado sensible en el sector ambiental.
Dado que el mercado de carbono es altamente técnico y complejo, además del proceso de reportería descrito, nos aliamos con Carbon Market Watch, una organización sin ánimo de lucro europea especializada en monitorear los mercados de carbono y comprobar que en efecto conduzcan a sociedades con emisiones bajas de carbono.
Esta realidad significa que muchos de los bonos de carbono que está vendiendo el mayor proyecto de su tipo en Colombia podrían ser ilusorios, lo que en círculos climáticos llaman ‘aire caliente’. Las posibles inconsistencias en Matavén ponen en evidencia fallas más amplias en el sistema que regula el mercado de carbono en el país, planteando interrogantes sobre qué tan eficaz está siendo este sistema para reducir la deforestación en la Amazonía.
Esas incongruencias tienen un doble impacto económico para Colombia, que, como revela esta investigación, podría estar dejando de recibir millones de dólares por cuenta de que estos bonos permiten a las empresas que los compran ser eximidos de pagar el impuesto nacional al carbono. Al mismo tiempo, el gobierno nacional se ha visto obligado —para evitar una doble contabilidad— a restar esos montos de la plata de cooperación internacional que recibe por frenar la deforestación la Amazonía, su principal compromiso ambiental en el marco del Acuerdo de París y del que depende una parte significativa de su reputación internacional.
Este golpe al bolsillo del Estado colombiano muestra por qué para Colombia sería una buena inversión robustecer su supervisión del mercado de bonos de carbono que le ayudó a ganar ese premio hace tres años, pero que parece estar operando aún en la lógica del ‘lejano oeste’.
Una selva entre la Amazonía y los Llanos
Matavén es, desde dos puntos de vista, perfecto para un proyecto Redd+.
Por un lado, es un ecosistema singular que requiere protección, al servir de transición entre las selvas de la Amazonía y las sabanas de la Orinoquia al oriente de Colombia. Enmarcada por los ríos Guaviare y Orinoco, en la esquina norte de las afloraciones rocosas del Escudo Guyanés y en torno a la cuenca del caño que le da nombre, la selva de Matavén tiene “un especial interés biológico, no sólo por su posición biogeográfica, sino por su buen estado de conservación, con menos del 5 por ciento de la superficie total transformada en zonas de cultivo y rastrojos”, concluyó el Instituto Humboldt, principal encargado de estudiar la biodiversidad colombiana.
Lo hizo después de que, en 2009, 14 biólogos y 11 asistentes de investigación indígenas recorrieron sus sabanas y bosques inundables, sus bosques de tierra firme y sus afloraciones rocosas, recogiendo muestras de animales y plantas para elaborar la primera caracterización de la biodiversidad en Matavén y una de las pocas que existen de Vichada.
Tras una segunda serie de expediciones entre 2016 y 2017, el Instituto Sinchi de estudios amazónicos publicó el libro de animales de Matavén, que lista en español y en lengua piaroa, las 206 especies de aves, 72 de mamíferos, 47 de reptiles y 36 de anfibios que encontraron trabajando en llave con una treintena de indígenas. Esos números significan que solo esta área alberga una de cada diez aves que hay en Colombia, además del 14 por ciento de los mamíferos y el 6 por ciento de los reptiles.
Por el otro lado, el Resguardo Indígena Unificado de la Selva de Matavén, ubicado en el municipio de Cumaribo, es un rico mosaico étnico donde conviven unos 12.800 indígenas de seis pueblos amazónicos. Son ellos —sikuani, piapoco, piaroa, puinave, curripaco y cubeo— quienes cuidan las 1,85 millones de hectáreas de un resguardo compartido y verdaderamente pluriétnico. Uno de estos grupos, los piaroa, están incluso considerados como en riesgo de extinción física y cultural por la Organización Nacional Indígena de Colombia (ONIC), por contar solo con unos 773 integrantes del lado colombiano.
No siempre compartieron ese territorio. Hace dos décadas, Matavén era una constelación de 16 resguardos independientes, con un núcleo de terrenos baldíos en el medio.
Preocupados por la caza y la pesca indiscriminada, así como por noticias del interés del Gobierno nacional en una posible extracción de petróleo, los indígenas iniciaron un proceso organizativo para pensar en cómo blindar su territorio y —con apoyo de la Fundación Etnollano— crearon una única autoridad común que gobierna el resguardo: la Asociación de Cabildos y Autoridades Tradicionales Indígenas de la Selva de Matavén, más conocida como Acatisema. En 2003, el hoy extinto Instituto Colombiano de Reforma Agraria (Incora) constituyó el resguardo actual, incorporando los que existían y sumándole los terrenos en medio. Así nació el ‘resguardo unificado’ que hoy existe y que está en el centro del proyecto Redd+.
Su valor ecológico y social es tan claro que se alcanzó a discutir si valdría la pena crear allí un parque nacional, emulando el modelo que se ha usado en la última década en otras áreas protegidas —como Yaigojé Apaporis en la Amazonía, Uramba Bahía Málaga en el Pacífico o Acandí Playón Playona en el Caribe— cuyo cuidado corre por cuenta de comunidades indígenas o afrodescendientes. “Es fundamental proteger esas selvas, por lo que se hicieron intentos por acercarse a las comunidades indígenas. Están todos los argumentos ambientales”, dijo a esta alianza periodística Julia Miranda, quien fue directora de Parques Nacionales durante 16 años y hasta finales de 2020.
La idea de crear el parque nacional, sin embargo, no prosperó y las comunidades optaron más bien por el modelo Redd+. Tras un par de intentos fallidos, el proyecto actual se empezó a discutir en 2012 y se terminó validando cinco años después.
Plata para no tumbar la selva
Cuidar bosques como los de Matavén tiene dos grandes potenciales para detener el cambio climático: por un lado, evita que se libere carbono en la atmósfera cuando son talados y, por el otro, asegura que continúen almacenando carbono —‘sumiéndolo’ o ‘secuestrándolo’, en la jerga ambiental—, además de garantizar que sigan prestando servicios como proveer agua potable, regular el clima o evitar la transmisión de virus como el causó el covid.
Los territorios habitados por comunidades indígenas son ideales para este tipo de proyectos, dado que no se suelen permitir actividades de alto impacto en su interior y porque esos grupos ya se encargan de su gobernanza. El Proyecto Drawdown —que reunió a más de 200 científicos de todo el mundo— incluso determinó que la gestión de tierras indígenas es una de las 100 soluciones más eficaces para frenar el cambio climático, con un potencial de reducir 5,25 gigatoneladas de dióxido de carbono a 2050.
Hace más de una década, países selváticos como Papúa Nueva Guinea y Costa Rica empezaron a insistir en las negociaciones climáticas en que se reconociera la conservación de los bosques como una solución a la crisis global. Como conservar requiere plata, los expertos en finanzas climáticas empezaron a idear modelos económicos que pudieran volver esfuerzos de este tipo rentables, o al menos sostenibles.
Uno de ellos es el mecanismo Redd+, que nació en 2007 como un incentivo financiero tangible para premiar a las comunidades que logran evitar la deforestación y permitirles convertir esa misión en un trabajo. La idea es que los recursos para mantener el esfuerzo de conservación los ponen empresas privadas que buscan compensar las emisiones de gases de efecto invernadero (GEI) que generan sus actividades. Dado que reconocen su huella ambiental —o simplemente quieren evitar pagar impuestos que les penalizan por emitir estos gases— compran bonos de carbono que les permiten ‘neutralizar’ sus emisiones. Y, al tratarse de un sistema de mercado, puede ser más eficiente y sostenible que otorgar subsidios.
En términos prácticos, le pagan a quienes no talan los bosques.
Este tipo de esquemas, que han sido incorporados oficialmente en la Convención de Naciones Unidas de Cambio Climático, se han convertido en una valiosa fuente de ingresos para muchas comunidades locales que viven en zonas proclives a la deforestación de países tropicales. Entre otras razones, su atractivo se debe a que una hectárea de bosque en la Amazonía puede almacenar unas 566 toneladas de carbono, por lo que mantenerla en pie puede reportar ese mismo volumen en bonos vendidos.
En total, en Colombia existen 89 proyectos Redd+ inscritos en Renare, el nuevo portal del Ministerio de Ambiente que registra las iniciativas de mitigación. Sin embargo, es difícil entender en qué estado está cada uno, dado que según el registro oficial del Gobierno —al 10 de junio— no hay ninguno activo en todo el país. Sí figuran cuatro de estos proyectos a la espera de ser aprobados, 26 en proceso de formulación y 46 en la fase más temprana de factibilidad. Entre estos últimos está, paradójicamente, Matavén, que sin embargo ha vendido bonos desde hace al menos cuatro años.
A largo plazo, pueden ayudar a que países como Colombia, que aporta un volumen relativamente bajo de estos gases comparado con otros países, pueda cumplir con su aporte más importante para resolver la crisis climática: preservar al máximo su cobertura boscosa.
Sobre todo la de la Amazonía, que es la selva tropical continua más grande del mundo, que alberga dos terceras partes de todos los bosques del país y en cuyas márgenes justamente se encuentra Matavén.
El proyecto en la selva de Matavén
El proyecto Redd+ de Matavén empezó a andar en enero de 2013 en torno a 1,1 millones de hectáreas del resguardo, tras un acuerdo firmado seis meses atrás por los indígenas reunidos en Acatisema y la consultora ambiental Mediamos F&M que lo concibió.
Al menos cinco empresas han estado vinculadas. Lo estructuró Mediamos F&M, basada en Cali y liderada por Francisco Quiroga Zea, un ingeniero forestal que fue vicerrector de la Universidad del Valle. Lo certificó la organización estadounidense Verra con su sello de calidad Verified Carbon Standard (VCS), uno de los más usados en el mundo y concebido para “asegurar la credibilidad de los proyectos de reducción de emisiones”. Los auditores de que cumple con esas reglas de juego y de cuántas toneladas de CO2 han evitado han sido, primero, la firma colombiana Icontec y, más recientemente, la consultora india Epic Sustainability Services. Por último, el vendedor de parte de sus bonos de carbono ha sido la consultora suiza South Pole.
Desde 2017, Matavén ha colocado bonos de carbono en el mercado, correspondientes a reducciones de emisiones desde 2013, dado que un proyecto puede acreditarlas hacia el pasado si así lo demuestra. En total prevé, según sus propias proyecciones, evitar la liberación de 108,5 millones de toneladas de dióxido de carbono en tres décadas de operación. En otras palabras, unas 3,6 millones de toneladas cada año hasta diciembre de 2042, según la ficha en el registro público de Verra.
Según los datos del propio proyecto, ya evitó la emisión de 4,4 millones de toneladas de CO2 a la atmósfera en 2013, 8,7 millones en 2014-15 y 7,5 millones en 2016-17. Aunque no hay un registro del gobierno colombiano de compradores de bonos de carbono, empresas como la aerolínea Latam han hecho público su compra. En su rendición de cuentas de 2019, lo incluyó entre tres proyectos ambientales con los que compensó su huella de carbono nacional y, de hecho, se quejó de la escasez de proyectos similares en el país. En 2020, sin embargo, no incluyó a Matavén, explicando que la pandemia redujo las emisiones de la aerolínea en más de la mitad.
Siete empresas que venden combustibles a través de estaciones de servicio también aparecen como compradores de bonos de Matavén entre 2018 y 2020, según un documento de julio de 2020 sobre bonos retirados publicado por Verra.
Primax Colombia fue el mayor usuario con al menos 5,2 millones de unidades en 2019. Ese mismo cuadro también incluye como usuarios a: Terpel con 1,6 millones, Biomax con 1,45 millones, Exxon Mobil con 917 mil, Chevron con 793 mil, Petromil con 712 mil y Puma Energy, que solo opera en el Caribe, con 15 mil. Además de éstas, Ecopetrol —la petrolera estatal y mayor empresa del país— usó 74 mil. Con ellas aparecen otros compradores menores, como Combustibles y Transportes Hernández —que vende combustibles al sector aeronáutico— con 48 mil o el fabricante de tableros eléctricos Energizar SAS con 7500.
Esta alianza preguntó a dos de esas empresas, Primax Colombia y Latam, cómo evalúan la calidad de los bonos de carbono que compran, a sabiendas de que son quienes cuentan con menos posibilidades en la cadena para verificar su validez. A la fecha de publicación, no habíamos recibido sus respuestas.
Las preguntas que dejan los cálculos de Matavén
Todos los proyectos Redd+ giran en torno a dos preguntas centrales: ¿Qué pasaría en un área digna de ser conservada si fuese dejada sola, al vaivén de problemas –como la tala ilegal, la colonización sin control o proyectos extractivos- que redundarían en su degradación? ¿Se puede evitar ese escenario hipotético pagándole a sus habitantes por encargarse de que eso no suceda?
El modelo Redd+ está anclado en poder adivinar cuál es la trayectoria más realista de deforestación en un área natural, a la que se puede contraponer el esfuerzo que hacen sus habitantes para evitarlo. La diferencia entre ambos escenarios vendría a ser el impacto del proyecto, medido en toneladas de dióxido de carbono que ya no serán liberadas a la atmósfera y traducido luego en bonos que se transan en el mercado. Esa plata luego debería llegar a las comunidades cuidadoras, aunque también a las empresas –desarrolladoras de proyectos, verificadoras y vendedoras- que llevan esos bonos a su comprador final.
La cuestión clave es cómo cuantificar correctamente ese ahorro de emisiones. Como es muy difícil comparar un escenario hipotético con uno real, diversas metodologías para calcularlo han sido creadas por estándares como VCS de Verra que les estampan su sello de calidad. En general parten de escoger un área que haga las veces de espejo del futuro que podría ser, mostrando qué pasaría en la original si se dejase avanzar la deforestación al ritmo actual y no hubiera proyecto Redd+.
Que un proyecto traiga beneficios ambientales reales depende de que la segunda área elegida –que fija la línea base- no presente el peor resultado imaginable, sino el más plausible. Si se designa una zona que está mucho mejor cuidada, no se podrá apreciar bien el esfuerzo de quienes conservan la primera. Si, en cambio, la que se escoge tiene una tendencia de deforestación mucho más acelerada, se terminan creando ahorros de gases contaminantes ilusorios – algo conocido como ‘aire caliente’ o ‘bonos fantasma’ en el sector.
Por ejemplo, si un proyecto anticipa que se talarían –sin un esfuerzo de conservación- mil hectáreas en un año dado y en la realidad se tumban 800, la diferencia de 200 es lo que puede presentar como reducción de la deforestación y traducir, una vez se convierte en toneladas de carbono, en bonos para emitir. Pero si ese mismo proyecto anticipa una deforestación de 4 mil hectáreas por año, mostraría resultados por 3200. El centro de la cuestión está, entonces, en tener un cálculo real del riesgo y no uno mucho mayor.
A pesar de que los indígenas de Matavén vienen liderando un meritorio esfuerzo de conservación, surgen varias preguntas en torno a la zona que su proyecto Redd+ eligió como espejo: una franja alargada de 1,4 millones de hectáreas que serpentea -con una interrupción- desde el río Orinoco en la frontera con Venezuela hasta el oriente de San José del Guaviare, como muestra su documento de diseño del proyecto (PDD, por sus siglas en inglés).
El problema es que existen diferencias significativas en al menos tres criterios medulares que ayudan a entender el riesgo de deforestación de un lugar, según el análisis de varios meses que hizo Carbon Market Watch.
Primero, mientras que Matavén es una zona remota a la que solo se llega por río o por avión, la línea base incorpora un arco de Guaviare, Meta y Vichada que está mejor conectado al resto del país y, por lo tanto, más expuesto a riesgos de deforestación.
Los mapas de alertas tempranas de deforestación que publica el Instituto de Hidrología, Meteorología y Estudios Ambientales de Colombia (Ideam) todos los trimestres desde 2013 parecen confirmarlo. Tres áreas de la zona de referencia aparecen rutinariamente como puntos calientes: el nororiente de Guaviare, entre San José y el resguardo Nukak, ha sido considerada como núcleo preocupante durante los años desde 2017 hasta 2020. El arco más al sur del área, que corresponde a El Retorno en Guaviare, fue resaltado en los años de 2016 a 2020, con la excepción de 2018. Y la zona de Mapiripán, en Meta y hacia la mitad del arco de referencia, lo hizo todos los años entre 2017 y 2020. En cambio, la zona donde está ubicada Matavén no aparecen puntos calientes en ninguna ocasión.
En segundo lugar, como se puede ver en el mapa incluido en el documento de diseño del proyecto, el área de referencia tiene decenas de carreteras, cosa que no sucede en Matavén. Tampoco es claro que ese desarrollo vial pueda ser un escenario previsible en Matavén, dado que ese mismo documento muestra una única vía planeada: la carretera uniendo Villavicencio con Puerto Carreño, que recorrería las sabanas del norte de Vichada, lejos del resguardo.
Esto es significativo porque las vías son uno de los factores que facilitan la tala, la ampliación de la frontera agropecuaria y la aparición de focos de colonización. El eje San José-El Retorno, en particular, ha sido un frente de colonización desde hace décadas, como han mostrado las biólogas Dolors Armenteras y Nelly Rodríguez de la Universidad Nacional.
Por último, el proyecto Redd+ está dentro de un resguardo indígena, que tiene titularidad clara sobre la tierra y que se suele asociar con menores tasas de deforestación, mientras en el otro hay un sinnúmero de propietarios distintos que van desde terrenos privados y baldíos del Estado hasta algunos resguardos indígenas.
Una investigación de Dolors Armenteras, publicada en la revista Biological Conservation en 2009, encontró que en el Escudo Guyanés, del que forma parte Matavén, la deforestación era 1,5 veces más alta en los límites externos de resguardos indígenas que dentro de éstos. Es decir, aunque no la detiene, sí la ralentiza. Esto importa porque —dado que los resguardos indígenas son inalienables, imprescriptibles e inembargables según la Constitución colombiana— es poco probable que la tenencia de la tierra cambie en Matavén.
En resumen, el corredor elegido como referencia parece más expuesto a riesgos de deforestación, es más fácilmente accesible para actores externos y presenta una naturaleza distinta de tenencia de la tierra.
Los indígenas en Matavén
Los pueblos étnicos son socios ideales de proyectos Redd+ porque pueden probar fácilmente su titularidad de territorios amplios, gracias al modelo de resguardos indígenas y consejos comunitarios afro que el Estado colombiano impulsó fuertemente en los años ochenta y a los que la Constitución de 1991 concedió especial protección.
Esto explica que hayan surgido proyectos Redd+ en territorios colectivos étnicos desde la Sierra Nevada de Santa Marta en el Caribe y el bajo río Atrato en el Chocó, al noroccidente del país, hasta el trapecio amazónico donde Colombia se estrella al sur con Brasil y Perú, aunque también los hay con comunidades campesinas, como en el sur del Huila.
En Matavén, los líderes indígenas coinciden en que el proyecto Redd+ les ha traído recursos propios que antes nunca tuvieron, que les permitieron estrenar aulas escolares, 21 acueductos veredales, cultivos de cacao y hasta sedes en Cumaribo e Inírida, aunque algunos plantean preocupaciones sobre su gestión.
“No sabemos ni a quién se le venden los bonos, ni cuántos ni en cuánto. Son muy pocos los que realmente tienen entendimiento de cómo funciona y no estamos todavía educando a la segunda generación para que ojalá un día lo pueda manejar de forma autónoma, que es lo que se planteó en el acuerdo con Mediamos”, dice el líder piapoco Pedro Eliseo Roa, que fue fiscal y tesorero de Acatisema. En su visión, se necesita mayor transparencia, tanto en el manejo del proyecto como en qué se invierten sus ganancias. Pese a eso, Roa cree que “Acatisema es el espejo a nivel nacional [de lo que puede ser un proyecto Redd+] y, a pesar de todo, vamos pasando el examen”.
Un segundo líder indígena coincidió con esa visión, pero prefirió no hablar del tema hasta que terminen el proceso de reforma de los estatutos del resguardo. Aunque giran más en torno a temas de gobierno propio, es probable que estas propuestas —que llevan un mes preparando y que en julio socializarán con todas las comunidades previo a su aprobación— les permitan replantear la manera cómo vienen funcionando algunos aspectos del proyecto.
La Opiac, que agrupa a los pueblos indígenas de la Amazonía colombiana, también defiende la importancia de Redd+ y otros esquemas de pago por servicios ambientales, como bancos de hábitat y créditos de biodiversidad, pero insisten en que se debe fortalecer la capacidad de las comunidades para liderarlos y reducir el control que tienen muchos intermediarios en los proyectos.
“Nosotros queremos que sean negocios claros, transparentes y participativos, donde el beneficio directo sea para las comunidades indígenas”, dice Mateo Estrada, líder del pueblo siriano y experto en cambio climático de la Opiac. De hecho, la organización está trabajando en este momento en un modelo de contrato que pueda servir de guía a los pueblos amazónicos.
Los indígenas sienten que el Estado ha estado ausente en regular una actividad nueva, donde todavía hay grandes brechas informativa entre las partes y donde también pululan empresas sin trayectoria ambiental. “El Gobierno tiene la responsabilidad de capacitar a las autoridades indígenas en el territorio: no con talleres básicos de qué es el mercado de carbono, sino con cursos completos donde se les explique toda la legislación vigente, cómo funcionan los estándares, cuáles son las salvaguardas sociales y ambientales que deben tener los proyectos y cómo negociar de igual a igual”, dice Estrada. “El Estado está fallando en el acompañamiento”, añade Roa.
Ese boom ha llevado a que muchos líderes indígenas y científicos ambientales teman que personas inescrupulosas puedan persuadir a comunidades que les otorguen el derecho a comerciar bonos de carbono sobre sus territorios en condiciones desfavorables para ellos.
Un caso que citan cuatro personas es el del resguardo Nukak Maku en Guaviare, cuyas 954 mil hectáreas de selva —colindantes con un parque nacional del mismo nombre— albergan a unos 1.080 indígenas Nukak, una etnia nómada que permaneció en aislamiento voluntario hasta finales de los años ochenta, que no tiene una estructura organizativa robusta y que está considerada entre las de mayor riesgo de extinción física y cultural en Colombia. En particular, les preocupa que los contratos puedan incluir condiciones como compromisos irrevocables y a 100 años, que es lo que propuso la empresa Waldrättung SAS a los nukak, como consta en un documento que consiguió esta alianza periodística.
“He sabido de propuestas a comunidades donde, por ejemplo, el 50 por ciento de los ingresos iría para los socios por el solo hecho de hacer la gestión, mientras los indígenas hacían el esfuerzo y ponían la tierra. O a 50 años, sin poder revisarlas, sin uno saber cuáles serían las condiciones del mercado a futuro. Es muy difícil un consentimiento en esos términos”, dice un funcionario público que ha trabajado con comunidades indígenas desde hace dos décadas. Aunque ese no es el caso de Matavén, muestra algunas de las situaciones complejas que han surgido y que también requieren atención.
El Gobierno argumenta que no le compete monitorear las relaciones entre empresas y comunidades. El Ministerio de Ambiente respondió a esta alianza que “no realiza ninguna supervisión de los recursos que genera el proyecto Redd+ Matavén, dado que esta es una iniciativa de carácter privada y, por lo tanto, se rige por la jurisprudencia que le asiste como ente que ejerce una actividad comercial de derecho privado”.
Francisco Quiroga de Mediamos, quien subraya que llegaron a Matavén por invitación de Acatisema, también reconoce que no ha sido un proceso fácil. Además del escepticismo de parte de la comunidad, de barreras como la negativa de bancos a prestar plata para estos proyectos y de haber tenido incluso que vender un edificio en Cali para financiarlo, cree que el modelo Redd+ es el mejor para Matavén porque, en sus palabras, es el único que permite, al mismo tiempo, “reducir la deforestación, conservar la selva, preservar las comunidades y buscar su bienestar”.
Consultado sobre cuánto dinero le trae este proyecto a la empresa que lidera, no responde directamente. Explica que un 10 por ciento de los ingresos por venta de bonos se va en costos administrativos, pagados a las empresas intermediarias, mientras que otro 10 por ciento le corresponde a Mediamos. El 80 por ciento restante, explica, corresponde a la comunidad y se invierte en proyectos que deciden conjuntamente ellos y Acatisema.
El hueco en el bolsillo de Colombia
Desde el primero de enero de 2017, Colombia cuenta con un impuesto al carbono, una medida que busca penalizar el uso de combustibles fósiles y, de este modo, cumplir con los compromisos que el país asumió en el Acuerdo de París negociado el año anterior.
Eso significa que las personas y las empresas deben pagar al Estado un sobrecosto de 17.660 pesos (unos 4,7 dólares) por cada tonelada de dióxido de carbono que emiten, para compensar por esa huella ambiental. Esa plata luego se destina a programas ligados a mitigar el cambio climático o contrarrestar sus efectos negativos, incluyendo conservar fuentes de agua, frenar la erosión en las costas o restaurar ecosistemas.
Fue la misma reforma tributaria del entonces presidente Juan Manuel Santos que creó el nuevo impuesto verde en 2016 la que permitió excluir de éste a aquellas empresas que probaran compensar sus emisiones de carbono con bonos u otras inversiones verdes. La tarea de reglamentar esa exención le recayó a los ministerios de Ambiente y Hacienda, que en un decreto de junio de 2017, establecieron las condiciones para que una empresa pueda probar que cuenta con bonos de carbono equivalentes a las emisiones que genera su consumo de combustibles fósiles y pedir que no se le cobre el impuesto. Para muchas empresas esta opción -llamada la ‘no causación’- resultó atractiva porque los bonos son más baratos que el impuesto.
Debido a la compleja arquitectura del impuesto, su cobro se hace en el momento de la compra de los distintos combustibles fósiles gravados, que incluyen la gasolina, el kerosene, el jet fuel para aviones, el acpm, el fuel oil y, en algunas industrias, el gas natural y el gas licuado de petróleo. Quienes compran bonos de carbono, entonces, los presentan a los distribuidores –como Ecopetrol, Terpel o Primax- y les piden que no se los cobre.
El efecto de que una empresa pague con un bono de aire caliente –aún cuando haya comprado los bonos de buena fe- es que el Estado colombiano deja de recaudar ese dinero en impuestos.
Como dice una persona que trabaja en el sector ambiental, “si una empresa como Latam o Cabify le dice a uno como usuario que es carbono neutral, uno quiere creerle que los gases que emiten esos aviones o taxis están siendo compensados por la captura de carbono en bosques o en lugares que se dejaron de talar”.
Si se trata de millones de bonos, como en el caso de Matavén, la caída en el recaudo puede terminar siendo igualmente millonaria. “Esto es equivalente a una pérdida en ingresos de unos 18,9 millones de dólares para el Gobierno colombiano, atribuible al uso de bonos de aire caliente”, calculó Carbon Market Watch.
Aunque la destinación del impuesto al carbono es específica al sector ambiental, en una crisis como la actual esa plata podría financiar soluciones productivas que también sean verdes.
Podría, por ejemplo, ser usada en la reconstrucción de Providencia tras el huracán Iota, ejecutando las recomendaciones ignoradas del plan de adaptación al cambio climático de la isla caribeña, como restaurar los arrecifes coralinos y manglares que ayudan a amortiguar el golpe de una tormenta tan fuerte. O para financiar proyectos sociales con vocación ambiental, como las ‘familias guardabosques’ del gobierno Uribe, los ‘bosques de paz’ del de Santos o la promesa de sembrar 180 millones de árboles del actual de Duque.
En tiempos de escasez fiscal por cuenta de la pandemia, esa plata que dejó de llegarle al Estado colombiano —y cuya ejecución ha sido muy lenta— hace más falta aún, sobre todo si esto está ocurriendo con más proyectos y no únicamente con uno.
El golpe –también económico- al programa bandera de la Amazonía
Hay un problema adicional: a raíz de estos bonos potencialmente inflados, Colombia no solo estaría dejando de recaudar plata por el impuesto al carbono, sino que además ya recibió menos recursos de cooperación internacional en su proyecto insignia para frenar la deforestación en la Amazonía.
La razón es que hay dos tipos de proyectos Redd+. Por un lado están los individuales, como Matavén, que constituyen el mercado voluntario de carbono. Y, por el otro, están las iniciativas regionales y lideradas por el Estado como la que ya creó el Gobierno colombiano para todo el bioma amazónico y que funcionan bajo una lógica parecida, pero con un enfoque geográfico mucho más amplio.
Por medio de este último programa, llamado Visión Amazonía, los gobiernos de Noruega, Alemania y Gran Bretaña financian proyectos que puedan apuntalar un modelo de desarrollo distinto —y más verde— en esta región. Lo hacen a través de soluciones que van desde fortalecer la gobernanza de esas comunidades locales hasta fomentar economías sostenibles como el turismo comunitario o el biocomercio de productos forestales como el asaí, el copoazú o el cacao. En últimas, no compran créditos, sino que le ‘pagan’ a Colombia por sus resultados en reducir la deforestación.
Visión Amazonía estableció una tasa de deforestación para todo el bioma amazónico del 82.883 hectáreas por año, que calculó usando el promedio histórico de 2000 a 2012 y que el gobierno colombiano envió oficialmente a la Convención Marco de Naciones Unidas sobre el Cambio Climático. A eso le sumó un 10 por ciento adicional previendo una mayor tala durante al menos cinco años, por cuenta de vacíos en gobernanza en zonas que estuvieron bajo el control de la antigua guerrilla de las Farc hasta el acuerdo de paz de noviembre de 2016.
Los recursos que los tres países europeos le giran a Colombia se calculan, año a año, mirando qué tanto el país logró reducir la deforestación amazónica. Es decir, el pago no obedece a bonos, sino a resultados en el terreno.
Pero, para que ese resultado sea fiel a la realidad, el gobierno colombiano debe restarle a esa cifra cualquier otra reducción de deforestación que se haya pagado a otros actores en la región. Por ejemplo, un cultivo comercial maderable no puede, al mismo tiempo, vender su madera y bonos de carbono por los mismos árboles. La lógica es que dos personas distintas no pueden cobrar dos veces un mismo resultado positivo. En otras palabras, no puede haber una doble contabilidad.
En agosto de 2018 el Ministerio de Ambiente sacó una resolución para abordar algunos de estos temas, explicando la manera como las distintas actividades que buscan mitigar emisiones deben monitorear, reportar y verificar sus resultados e impedir esa doble contabilidad.
Esta resolución de 34 páginas, que salió apenas seis días antes de que terminara el gobierno Santos, también estableció la forma como los proyectos individuales como Matavén deben encajar —o estar ‘anidados’ en la jerga climática— dentro del programa más amplio para toda la Amazonía colombiana.
En términos gruesos, trazó dos caminos posibles. Los proyectos posteriores a la medida deben fijar una metodología que esté en línea con la tasa de referencia de deforestación del gobierno. Y, para los que son anteriores, aunque ya tengan una línea base, será el gobierno quien les asigne un ‘potencial máximo de mitigación’ que determina el número máximo de bonos que pueden emitir. Es decir, en ambos casos tienen que, al final, anidar dentro de los cálculos oficiales de deforestación.
En el caso de Matavén, significa que el proyecto debería seguir la tasa de deforestación fijada por el gobierno y comunicada oficialmente a la ONU: para el período de 2016 a 2017 debería seguir el ‘nivel de referencia de emisiones forestales’ del bioma amazónico y únicamente aquellos bonos que figuren dentro de ese cálculo contarían para descontar el impuesto al carbono. Luego, a partir del 2018, debería ajustarse a la tasa nacional que el gobierno colombiano entregó a Naciones Unidos hace año y medio, que aún está pendiente de aprobación.
Sin embargo, según los informes de sus verificadores, Matavén aún no ha ajustado sus proyecciones a las tasas oficiales y, por tanto, sus bonos de 2016 y 2017 pudieron ser usados por empresas compradoras para probar la neutralidad de sus emisiones de carbono, un hecho que parecería haber sido pasado por alto por el certificador Verra, verificadores, traders clientes e incluso el Ministerio. Algo similar podría pasar con los bonos de 2018 y 2019 ya verificados por Epic Sustainability, si Verra los expide sin que sean ajustados a la nueva tasa nacional que ya está vigente.
Esas inconsistencias ya tuvieron un efecto en las finanzas del gobierno colombiano para la Amazonía.
Dado que Matavén está dentro del bioma amazónico, los donantes europeos pidieron a Colombia revisar que no estuvieran pagando dos veces las mismas toneladas evitadas. “Los gobiernos de Alemania, Noruega y Reino Unido (…) han sido enfáticos de que no exista una doble contabilidad por las reducciones generadas por el proyecto Matavén”, confirmó a esta alianza el Ministerio de Ambiente, añadiendo que para el período entre 2013 y 2017 las restó de las cifras de Visión Amazonía. En un documento presentado al Fondo Verde del Clima, el gobierno tasó ese costo en 3,5 millones de bonos.
Francisco Quiroga de Mediamos reconoce que hay una divergencia en la manera de leer la norma entre ellos y el gobierno, pero –a su juicio- se podría resolver con soluciones para aquellos actores que estaban en el mercado antes de que el Ministerio de Ambiente comenzara a regularlo.
“Nosotros entendemos que debe haber un anidamiento y que debe darse sobre la base del nivel de referencia nacional, pero también creemos que debe haber un régimen de transición para que se respete la línea base que ya habíamos definido, que las certificadoras plantearon de acuerdo a las normas y que el Ministerio conocía”, dice. A su juicio, la norma los perjudicó porque trastocó sus presupuestos y los planes de inversión hechos con las comunidades de Matavén, que incluyen proyectos de cacao, agroforestales con la madera del abarco y turismo de naturaleza.
Mediamos defiende dos propuestas puntuales. Primero, que les permitan mantener su línea base hasta completar su validez de diez años en 2022 porque –en palabras de Quiroga- “no puede hacerse retroactiva”. Y, segundo, que a futuro a los proyectos Redd+ que se traslapan con Visión Amazonía no les asignen cupos iguales sino que se haga, dice, con “un instrumento de asignación que tenga en cuenta el riesgo de deforestación de cada proyecto, porque la amenaza no es igual”.
Bajo ese criterio, ellos piden que Matavén sea considerado de mayor riesgo por estar en la transición hacia el resto del país y no, por ejemplo, en el corazón del Vaupés. Esta es una idea, explica, en la que coincide Asocarbono, el gremio de empresas de bonos de carbono que Quiroga mismo cofundó.
“El gobierno se demoró en reglamentar y, cuando eso pasa, genera espacios para la interpretación. Esos vacíos son los que han creado problemas”, dice una persona que lleva dos décadas trabajando en la Amazonía.
Un sistema con problemas
Las preguntas que abre el caso Matavén van más allá de sus fronteras y apuntan a un problema más amplio.
No es el único proyecto Redd+ en la Amazonía colombiana donde Carbon Market Watch encontró inconsistencias: su análisis señala problemas similares en el proyecto Kaliawiri, también ubicado en los límites entre Vichada y Guainía. Al igual que con Matavén, CMW observa que la iniciativa -desarrollada por la empresa consultora BioFix y certificada por el estándar colombiano ProClima- difiere de su área de referencia.
Su conclusión es que la línea base podría estar inflada también, significando potencialmente 2 millones de bonos de carbono más que si hubiera encajado en la tasa oficial para la Amazonía, como exige la norma, y posiblemente unos 10 millones de dólares no recaudados en impuestos.
En últimas, Matavén podría ser un microcosmos de las falencias que tiene el sistema. Aunque los proyectos ganan por la deforestación que logran evitar, no es fácil constatar si el área que eligieron como espejo es realmente equivalente y los escenarios en exceso fatalistas –que no coinciden con la realidad- inflan las cifras.
“Que esto pueda suceder apunta a una falla en todo el mercado, dado que los desarrolladores de proyectos, el Ministerio de Ambiente, los verificadores independientes y los estándares no expresan ninguna preocupación frente a esta potencial sobre-emisión [de bonos]”, concluye Carbon Market Watch.
El incentivo parece ser colocar el máximo volumen de bonos en el mercado, situación en la que se benefician económicamente todos los actores de la cadena. En ese gana gana, muchos pierden su capacidad de servir como contrapesos: ni los estándares que ponen el sello de calidad, ni los verificadores independientes que deben auditar el desempeño del proyecto, ni los traders que avalan la calidad del bono vendido parecen estar poniendo su lupa en algunas de esas inconsistencias.
En la práctica, terminan siendo juez y parte, lo que contribuye a que muchos clientes finales –confiados de la debida diligencia de otros- posiblemente no sepan qué tan legítimos son los bonos que han comprado. En palabras de un ex funcionario, “el rol del intermediario se comió el mercado”.
Tampoco hay mayores capacidades en el Estado colombiano para manejar la filigrana del mercado y fiscalizar que los proyectos funcionen correctamente. El Ministerio de Ambiente no tiene un equipo para hacer seguimiento a cada proyecto. La Dian, la agencia tributaria nacional, tampoco tiene cómo comprobar que quienes solicitan ser eximidos del impuesto al carbono estén en efecto comprando bonos buenos.
A eso se suma que es muy difícil para la sociedad civil monitorear cómo y dónde se mueven los bonos. Renare, la plataforma estatal de proyectos de mitigación prometida en 2018, anunciada en 2019 y operativa solo desde finales de 2020, es difícil de navegar. No es fácil consultar ni los mapas ni la cantidad de bonos emitidos ni sus compradores y, en muchos casos, ni siquiera los documentos de diseño de proyecto que son su base.
Todas las fuentes consultadas coinciden en que Colombia ha avanzado en consolidar un mercado necesario para reducir la deforestación y que ha sido pionera en ello, pero sugieren pasos para corregir algunos de los problemas que han ido quedando en evidencia.
“Como el mercado está tan poco regulado y Renare hasta ahora está comenzando, no ha habido reglas de juego claras y eso ha generado muchos problemas. Tampoco hay trazabilidad ni acceso fácil a la información, que ha sido una de las condiciones de la cooperación internacional”, dice una experta en política forestal. En su visión, hace falta que Renare sea plenamente operativo, que se fortalezcan las capacidades de distintas entidades y que el Ministerio de Ambiente sea más claro en qué áreas ya están comprometidas en programas como Visión Amazonía para que las empresas y comunidades lo sepan.
“Hay una debilidad institucional para poder desplegar toda la potencialidad del mercado de carbono en Colombia y que haya participación del capital privado”, defiende Francisco Quiroga, quien insiste en que el país se beneficiaría más económicamente con proyectos como el suyo que con los donantes europeos. “¿Quién evita la tala, la minería ilegal, la deforestación o el cultivo de coca, sino las propias comunidades? En nuestro proyecto son una muralla humana contra esos riesgos. Si el proyecto no se hace, lo que está ocurriendo en la región de referencia ocurriría en Matavén”.
“Los acuerdos deben enfocarse en que la calidad de vida de las comunidades mejore. El gobierno debe tener un papel más activo en velar porque eso sea así”, dice el abogado que ha asesorado a comunidades indígenas.
Colombia no es el único país donde han llovido críticas metodológicas al modelo Redd+. Una investigación conjunta el mes pasado por el Guardian y Unearthed, el brazo periodístico de Greenpeace, examinó diez proyectos de Verra respaldados por aerolíneas y concluyó que “aunque suelen aportar beneficios al ambiente y a las comunidades locales, los intentos de cuantificar, mercantilizar y comercializar el ahorro de carbono resultante como ‘compensación’ se basan en fundamentos poco sólidos”.
Otro reportaje del MIT Technology Review de abril llega a una conclusión similar en relación con el programa liderado por el gobierno estatal de California, que se basa en premiar las zonas con una densidad de bosques mayor a la media en lugar de compararlas con áreas de referencia.
“No podemos contar peras en la Amazonía, manzanas en Chocó y naranjas en la Orinoquia. Necesitamos unos mínimos de equivalencia, para tener resultados medibles y contables, y estar seguros que sí estamos reduciendo emisiones. El gana-gana de todos está muy bien si las reducciones son reales”, dice otra persona del sector, para quien la necesidad urgente de seguir regulando no es exclusiva al mercado de carbono, sino algo que sucede con muchos temas climáticos, que todavía están en su infancia legal.
Consultada sobre cómo pueden tener tranquilidad los distintos sectores de la sociedad colombiana de que todos los bonos de carbono que resultan de proyectos Redd+ representan realmente emisiones de carbono evitadas, Verra respondió que “los proyectos certificados en el marco del Programa VCS se someten a procesos de evaluación rigurosos, creíbles y transparentes que son verificados por auditores independientes”. Además, adujo que su estándar ha sido reconocido por distintos gobiernos nacionales y por la Organización de Aviación Civil Internacional (OACI), aunque ante una contrapregunta reconoció que su metodología VM0007 -y, por tanto, Mataven- no generan actualmente emisiones consideradas elegibles por la agencia de aviación de la ONU.
Sin embargo, científicos ambientales en Colombia y otros países siguen preocupados de que algunos de estos proyectos estén generando reducciones de papel, que prometen mitigaciones que nunca ocurrieron, que afectan la credibilidad de los proyectos que están haciendo las cosas bien (pero a los que seguramente les cuesta más generar reducciones reales) y que asestan un golpe al recaudo público. Y que, al comprarlos, empresas como aerolíneas o transportadoras dejan de pagar el impuesto al carbono, mientras el problema medular –sus emisiones de gases de efecto invernadero- se mantienen en los mismos niveles y llegando a la atmósfera.
“El país está estructurando un marco normativo más robusto que busca cobijar temas y campos de acción donde todavía persisten vacíos no cubiertos por la Resolución 1447. Subsanar esos vacíos constituirá un paso importante para garantizar que los proyectos Redd+ demuestren resultados de mitigación creíbles y consistentes con nuestra contabilidad nacional”, nos dijo el Ministerio en un cuestionario enviado por su equipo de prensa. Añadió que está trabajando en una estrategia cuádruple para fortalecer el mercando, mejorando la regulación, las habilidades técnicas, la operación y la veeduría de entidades estatales.
En un contexto de crisis económica y de una marcada necesidad de encontrar nuevas fuentes de financiación, el gobierno Duque –que, por ejemplo, ha impulsado proyectos de energía exitosamente para acelerar la transición energética- podría evaluar si montar un sistema robusto de monitoreo y un equipo técnico que lo lidere cuesta menos que seguir perdiendo innecesariamente recaudo por ese impuesto verde.
A largo plazo, esa doble contabilidad puede convertirse en un problema de reputación para Colombia, que intenta convencer al mundo de su seriedad en reducir a cero la deforestación neta en la Amazonía y ha enfocado parte de su diplomacia en persuadir a otros países –sobre todo en Europa- de que le giren recursos para hacerlo.
Brasil, que alberga la mayor porción de la Amazonía, ya vivió las consecuencias de no cumplir lo que anunciaba. En 2019, Noruega y Alemania le suspendieron sus aportes después de que el presidente Jair Bolsonaro cambiara las reglas de manejo de su fondo amazónico, algo que sus donantes interpretaron como una señal de falta de medidas apropiadas contra una deforestación que se ha desbocado en su período. Solo Noruega había contribuido 1.200 millones de dólares a Brasil en una década.
Tanto Visión Amazonía como los proyectos Redd+ son fundamentales para Colombia, porque traen recursos que las comunidades de la Amazonía necesitan con urgencia, pues juegan un rol central en proteger la selva, pero hay preguntas sobre la trazabilidad y la transparencia de éstos últimos.
“Que haya incentivos que lleguen a los territorios es muy bueno: es un cambio de paradigma –dice una persona que trabaja en el sector- Pero lo que está en juego hoy es la eficiencia de la distribución de esos recursos y la credibilidad de las reglas de conteo. Si no es creíble, el mercado será flor de un día”.
El fin ulterior del mecanismo Redd+ es que se liberen menos gases contaminantes a la atmósfera, por lo que –si en la vida real no se están cayendo esas emisiones- el resultado es una falsa sensación de progreso. Ese debería, coinciden en el sector, ser el rasero: si no reduce emisiones, no funciona.
“No es que el mercado sea perverso, sino que hacen falta mayores controles, salvaguardas y una fiscalización apropiada”, dice una persona que trabaja en finanzas climáticas. “Se vuelve la feria de los papeles y no hay reducción de emisiones de verdad. Nos estamos dando palmaditas”.
Este reportaje forma parte de una investigación periodística transfronteriza sobre riesgos de deforestación en la Amazonia, realizada por el Centro Latinoamericano de Investigación Periodística (Clip), Mongabay Latam, OjoPúblico (Perú), El Informe con Alicia Ortega (República Dominicana) y Agencia Pública (Brasil) en colaboración con Carbon Market Watch y con apoyo del Amazon Rainforest Journalism Fund del Pulitzer Center on Crisis Reporting.