J. Glottman convirtió la palabra “confianza” en un negocio. Durante medio siglo vendió electrodomésticos fiados hasta que la fe en sus clientes se volvió deuda
Antes de que existieran las tarjetas de crédito, las cuotas sin interés o los préstamos en línea, Colombia aprendió a comprar con una promesa. Y quien enseñó al país esa lección fue un inmigrante que llegó sin nada, pero creyendo en la palabra. Se llamaba Jack Glottman, y durante medio siglo su apellido fue sinónimo de confianza.
Los Glottman no vendían electrodomésticos: vendían futuro. En una época en la que tener una nevera era un lujo y un radio un símbolo de estatus, ellos convirtieron el crédito en una herramienta de ascenso. Bastaba con una firma —a veces ni eso— para llevarse a casa el progreso.
Jack había nacido en algún rincón gris de Europa del Este, entre Ucrania y Rumania, y huyó de la guerra con su esposa, Ida Fimbarb, buscando un lugar donde empezar de nuevo. Llegó a Colombia en los años treinta, primero a Barrancabermeja, donde sobrevivió vendiendo pieles de cocodrilo, un trabajo que despreciaba. Decía que aquel negocio “no respiraba”. Por eso subió a Bogotá, buscando algo que sí estuviera vivo.
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En 1932 abrió un pequeño local en el centro de la ciudad: La Casa del Radio. Vendía aparatos Emerson y RCA, recién desembarcados por Buenaventura. Pero su verdadero invento no estaba en las vitrinas, sino en su forma de vender: entregaba el producto y cobraba después. No pedía fiador, ni papeles. Solo fe.
Con el tiempo, los clientes le respondieron. Cumplían. Y de esa red de promesas nació una empresa sólida. En 1935 registró J. Glottman S.A. y se convirtió en uno de los comerciantes más respetados de la capital.
Hasta que el fuego lo cambió todo
El 9 de abril de 1948, el Bogotazo redujo su tienda a cenizas. Cualquiera habría desistido, pero Jack decidió fabricar lo que antes importaba. Con su esposa fundó Icasa, la primera planta de neveras y lavadoras del país. Desde una bodega de Puente Aranda salieron los primeros electrodomésticos “hechos en Colombia”, con una frase que lo decía todo: Respaldado por Glottman.
Jack murió en 1959 sin saber que su idea sobreviviría a su tiempo. Sus hijos, Jaime y Saulo, heredaron el negocio y lo multiplicaron. En los setenta, J. Glottman tenía casi cien tiendas y miles de empleados. Exportaban lavadoras a Centroamérica y sus anuncios llenaban la televisión nacional con una frase que se volvió himno del consumo: “Nuestra firma respalda su compra”.
Pero lo que parecía un imperio también tenía pies de papel. La empresa creció tanto que el crédito —su mayor virtud— se convirtió en su talón de Aquiles. Mientras más vendían, más debían. Mientras más confiaban, más se endeudaban.
A mediados de los ochenta, la inflación desbordó los cálculos, las tasas de interés se dispararon y una nueva ley prohibió el sistema de financiación que había sostenido al grupo durante décadas. La fe de los Glottman se volvió un riesgo legal. Sin saberlo, siguieron operando bajo las mismas reglas de siempre, convencidos de que nada malo podía pasarle a quien cumplía su palabra.
El 25 de julio de 1991, la Superintendencia de Sociedades declaró el concordato de J. Glottman e Icasa. Los almacenes cerraron, los empleados quedaron en la calle y el país entero se estremeció. Durante años, esa empresa había sido símbolo de progreso; de repente, se hablaba de “captación ilegal”.
Jaime Glottman, el hijo mayor, se exilió en Israel con su familia. Pasó de dirigir fábricas a dar clases de inglés. “Nunca perdió la dignidad”, recordaría su hija décadas después. En Colombia, su nombre quedó atrapado en expedientes judiciales y titulares tristes. Fue condenado en ausencia, aunque los jueces reconocieron que no hubo fraude, solo una fe que no se ajustó al nuevo tiempo.






